Señala la tradición que el 23 de abril celebramos el Día del Idioma Español (y del Libro), eligiendo para fecha tan señalada la efeméride de la muerte de Cervantes. No parece casualidad que un autor, precisamente español, y castellano, se erija involuntariamente en el adalid y representante simbólico de nuestra lengua. Como tampoco lo parece que la elección del término adoptado para designarlo, español o castellano, carezca de unanimidad y sea constante motivo de diatribas y discusiones intelectuales.
La lengua que hablamos unos quinientos millones de usuarios [1] (seiscientos si se suma a quienes tienen una competencia limitada) es extensísima y, por ende, de enorme variación lingüística. Esta variedad, léxica, fonética y, en menor medida, gramatical, no ha sido ni es, sin embargo, óbice para que hispanohablantes de puntos geográficos tan alejados entre sí como México, Argentina, Guinea Ecuatorial o España sean capaces de comunicarse sin demasiada dificultad.
Hay, es verdad, fenómenos fonéticos como el yeísmo, el ceceo y el seseo, o gramaticales, del que el voseo es uno de los más estudiados, y también una enorme variedad de vocablos de uso muy local o regional que, aunque en la mayoría de los casos no impiden la comprensión, sí conllevan la puesta en práctica por parte de los hablantes de ciertas estrategias (desambiguación mediante el contexto, uso de sinónimos, explicaciones adicionales, etc.) para ejecutar con éxito sus interacciones lingüísticas. Que el «autobús» en España se llame «guagua» en Cuba (o también en Canarias) o «colectivo» en Argentina, o que el ceceo sea un fenómeno absolutamente desconocido entre los hablantes americanos, no supone ningún riesgo para la comunicación fluida entre hispanohablantes.
Sin embargo, todos recordamos cuando Nextflix decidió subtitular la película mexicana de Cuarón, Roma, para el público de España. Allí se sustituyó el «ustedes» por «vosotros», «enojarse» por «enfadarse» o «vengan» por «venid». Aunque injustificable, la desafortunada anécdota revela la tensión latente entre unidad y diversidad que vive nuestra lengua.
Pero, ¿cómo es posible que una comunidad tan vasta de usuarios haya sido capaz de mantener a lo largo de su ya dilatada historia una unidad lingüística cohesionada a pesar de las distancias geográficas y de los contextos socioculturales tan diversos y dispares? ¿Ha habido o hay riesgo acaso de fragmentación? ¿Hablamos una lengua estándar común o es necesario, por el contrario, como en la anécdota que acabo de contar, subtitular nuestras conversaciones entre hablantes con geolectos distintos al nuestro? Si le preguntamos a la comunidad académica, el español o castellano presenta un bajo riesgo de fragmentación dado que comparte por todo el mundo hispánico un sistema alfabético simple, un léxico patrimonial y una sintaxis y fonética básica.
Hay dos conceptos, en realidad dos proyectos ideológicos complementarios y de carácter originalmente etnocéntrico, que pueden ayudarnos a entender esta unidad en la diversidad a la que me refiero en el título de este artículo. De un lado, lo que hoy en día ha dado en llamarse (por analogía con el proyecto francés de la Francofonía) la hispanofonía, es decir, la creación primero, a través de la colonización imperial española, y el mantenimiento después (en algunos casos incluso la prolongación) de un área geográfica muy extensa donde se habla español. Recordemos que el español es la lengua oficial no sólo de España sino de diecinueve países hispanoamericanos, y que también se habla (en convivencia con el inglés) en numerosas islas de las Antillas y, por supuesto, en EE. UU. A ello habría que añadir otros pequeños enclaves en África (Ceuta, Melilla, Guinea Ecuatorial) y las variantes (estas últimas mucho más diferenciadas) del judeoespañol o ladino, que conserva aún la comunidad sefardí, o el chabacano [2], una mezcla del castellano con idiomas bisayos que mantienen como lengua materna o secundaria algo más de dos millones de filipinos.
Y de otro, como soporte ideológico del anterior, nos encontramos con el panhispanismo. La RAE [3] define este concepto como un «movimiento que promueve la unidad y la cooperación entre los países que hablan la lengua española». Esta formulación, aparentemente neutra y aséptica, no revela las intenciones de dicho movimiento y parece ignorar deliberadamente sus motivaciones ideológicas. Hagamos un poco de historia para entender la evolución del panhispanismo y el impacto que parece haber tenido y puede llegar a tener en el español actual.
El español, ya se ha dicho, fue la lengua de los colonizadores y la que se impuso en todos sus territorios. Por lo tanto, su difusión y expansión ha ido históricamente vinculada a la dominación económica, política y cultural del imperio colonial.
Esta dominación, al menos en Latinoamérica, entra en crisis con los procesos de emancipación e independencia del siglo xix. En ese momento histórico podría haberse iniciado una fragmentación lingüística motivada por la búsqueda de una identidad nacional diferenciada y alimentada por la cantidad de lenguas de sustrato que sobrevivieron a la dominación española. Nada de eso ocurrió, en parte, porque la independencia fue un proyecto criollo y europeizante, es decir, de una élite mayoritariamente blanca y de origen español que asumió, aunque con matices, el legado cultural de los conquistadores; en parte, por el carácter panamericanista de muchos de los padres de la independencia latinoamericana, que veían en el idioma común un rasgo idiosincrático y cohesionador de las nuevas naciones. Es cierto que se fundaron academias de la lengua en los diferentes países latinoamericanos (la colombiana fue la primera en 1871), pero no es menos cierto que la Real Academia Española ejerció una tutela sobre ellas y fue la que tuvo incidencia real en la configuración normativa del español en todas sus áreas geográficas.
Las dos consecuencias más notables de orden práctico fueron: por un lado, el mantenimiento de la unidad lingüística del español bajo la autoridad normativa de la metrópoli; y derivada de esta, la percepción del español de España (en su variante culta y centralista) como sinónimo del español estándar [4].
Así, desde la perspectiva histórica, la hispanofonía, de la que hoy en día parecemos sentirnos tan orgullosos, y el proyecto panhispánico sobre el que dice sustentarse esta surgen de una concepción uninormativa – la del castellano peninsular del norte- española y centralista.
En las últimas décadas, en un contexto de globalización (y de crecimiento demográfico y económico en Latinoamérica, así como de expansión de las redes sociales), ha surgido una discrepancia en torno al modelo de referencia de lengua, dado que la gran mayoría de los usuarios del español ya no se sienten identificados con lo que podríamos llamar la norma castellana.
La RAE en colaboración con ASALE (Asociación de Academias de la Lengua Española) ha multiplicado en los últimos años sus proyectos panhispánicos (Diccionario Panhispánico de Dudas [5], Corpes xxi [6], Corpus del Español del siglo xxi) y todo parece indicar que se abre camino una nueva de manera de entender la hispanofonía, más abierta y diversa, cada vez menos tutelada (aunque no totalmente desvinculada del centralismo normativo peninsular) y decididamente más plural.
Los retos son grandes: ¿cómo seguir manteniendo la unidad en un contexto de globalización cultural y lingüística? Vamos, sin duda, hacia una lengua plurinormativa y pluricéntrica (las academias de la lengua parecen dirigirse en esa dirección). Y en esa tesitura cabe preguntarse si será necesario establecer un nuevo español estándar. Y en caso afirmativo, ¿cuáles serán los criterios que aplicar? ¿Qué lengua o variantes habrá que enseñar en el aula?
El tiempo dirá si esa pretensión de la RAE de mantener la unidad dentro de la diversidad es una apuesta seria y si el 23 de abril, efeméride que conmemora la muerte de Cervantes y el día de un idioma con dos nombres, español o castellano, consigue aglutinar sin recelos y en pie de igualdad a toda la comunidad hispanohablante en una nueva y moderna hispanofonía.
Lucas Ruiz es profesor de instituto en Århus Akademi, donde enseña Español, Historia, AP y Latín. Ha ejercido la docencia en varias universidades danesas. Es licenciado en Filología Hispánica y máster en Didáctica del Español como Segunda Lengua. Tiene estudios de Historia (sidefag) y de Lenguas Clásicas. Es autor de libros de enseñanza de español, una gramática, una colección de relatos, El esquiador de fondo, y una novela, Los nadadores del Urubamba.
Referencias:
Anuario del Instituto Cervantes. El español en el mundo 2022. McGraw-Hill. https://cvc.cervantes.es/lengua/anuario/anuario_22/el_espanol_en_el_mundo_anuario_instituto_cervantes_2022.pdf
Madrid Álvarez-Piñer, Carlos. ”El idioma chabacano de Filipinas ante los retos del siglo xxi”. https://cvc.cervantes.es/lengua/iecibe/08_madrid.htm
Masuda, Kenta. “Desafíos y perspectivas ante el panhispanismo lingüístico: una revisión crítica sobre su aplicación didáctica en el ámbito de E/LE”, Cuadernos CANELA, 30, pp. 85-98.
Real Academia Española. Diccionarios. https://www.rae.es/
Notas de pie:
[1] El español en el mundo 2022. Anuario del Instituto Cervantes. McGraw-Hill.
[2] https://cvc.cervantes.es/lengua/iecibe/08_madrid.htm
[3] Siglas de la Real Academia Española, institución española encargada de velar por la corrección de la lengua española.
[4] El español estándar, se define como la variedad que sirve de referencia y que representa lo correcto y lo culto (RAE
2001-2014).
[5] Disponible en: https://www.rae.es/dpd/
[6] Disponible en: https://www.rae.es/banco-de-datos/corpes-xxi